La serpiente del paraíso
Mariano Nava Contreras:
Ya sabemos que las bibliotecas, cuando son viejas, son una verdadera fuente de agradables sorpresas, y ya decía Borges que ni siquiera sus propios dueños pueden llegar a conocerlas en profundidad. Por estos días me trajo un amigo una verdadera joyita rescatada de la biblioteca de su padre. Se trata de los Discursos pronunciados por José Humberto Quintero, Cardenal y Arzobispo de Caracas, editados en papel biblia y con cubiertas de cuero, prologados nada menos que por Mario Briceño-Iragorry. Del grueso volumen, un largo sermón me llamó la atención especialmente, clarividente y premonitorio, de cuya lectura primera se cumplen por estos días setenta y seis años: el miércoles 8 de diciembre de 1937, en la celebración del día de la Inmaculada Concepción, patrona de la ciudad de Mérida, el entonces presbítero José Humberto Quintero pronunciaba en la Santa Iglesia Metropolitana, en presencia del Arzobispo y del Presidente del Estado, un sermón al que simplemente tituló “El comunismo”. La pieza no tiene desperdicio.
Comienza el orador confesando la impresión que le ha causado la lectura de una página en la que se describe la Procesión del Santísimo Sacramento en París el día del Corpus de 1788. Una frase cierra la descripción, y parece el detonante de las sombrías reflexiones que vendrán en adelante, pues su autor advierte que “la radiante solemnidad que acaba de pasar ha sido la revista de todo lo que va a morir”. En efecto, poco tiempo después los sacros ministerios habrán caído “bajo la bárbara guillotina de la revolución”. Nuestro orador teme que el mismo destino corra “nuestra querida Venezuela”, blanco de la propagación de las “nuevas ideas comunistas”, pues el episodio bíblico de la tentación de la serpiente no ocurrió una sola vez en la historia. “Hoy mismo somos testigos de su repetición”, prosigue Quintero, “El comunismo, doctrina «intrínsecamente perversa» como la serpiente paradisíaca, se acerca con andar silencioso y ondulante a las clases más débiles, a los obreros, y les dice falaces palabras tentadoras”. Y continúa: “Tal es la práctica del comunismo. Es una verdad innegable que hoy día las riquezas están mal repartidas, que la suerte de los trabajadores no es la que reclaman la dignidad humana y la justicia social (…) Apoyándose en estas verdades, el comunismo se presenta a las masas como campeón que se propone mejorar las condiciones de vida de la clase obrera, repartir equitativamente las riquezas y poner fin a aquellos reprehensibles abusos. Todo eso no tendría nada de objetable si debajo de ese programa alucinante no se ocultara una doctrina nefasta, tan peligrosa y mortífera como un nido de víboras”.
Esa doctrina, prosigue el orador, no es otra que el marxismo que, basado en el materialismo dialéctico, niega la existencia de Dios, y por tanto de la moral. Así, todos los actos humanos están guiados por una sola idea del bien: la revolución. Cualquier acto, el más abominable, está justificado en la moral revolucionaria si ayuda a la conquista y conservación del poder. Quintero se explaya dando numerosos ejemplos, no de los miles de crímenes que ya se habían cometido en la Rusia Soviética, sino de los que por esos mismos días se estaban cometiendo contra la Iglesia y sus seguidores en plena guerra civil española. Llega así nuestro orador al que me parece que es el punto culminante de su alegato: “¿Cuál será la suerte de la República cuando esa juventud, imbuida en las ideas marxistas, sea -como tendrá mañana que serlo- la que asuma la dirección de los destinos de la Patria?”. Lamentablemente, pienso, los venezolanos estamos hoy en condiciones de responder a esa pregunta.
Discurso de una agudeza y de una intuición estremecedoras, el futuro Cardenal Quintero supo vislumbrar, hace más de ochenta años, los peligros que ya entonces se cernían sobre nuestro país. Cierra el sermón, como tenía que ser en aquel día, una sentida oración a María Inmaculada, patrona de los merideños. En esa oración, Quintero recuerda aquél fatídico año de la historia venezolana, 1814, cuando “la República, entre tempestades de crueldad y huracanes de odio, habría de naufragar para siempre en un vasto océano de sangre”. Ese año, dos mil jóvenes estudiantes se enfrentaron a siete mil llaneros enfurecidos, y, lo dijo después el mismo José Félix Ribas, fue “la protección visible de María Santísima de la Concepción la que salvó la Patria aquél memorable día”. También hoy, nos dice el Cardenal Quintero, “potentes enemigos atacan a nuestra juventud estudiosa”, y termina rogando a la Virgen: “Infundid en ella la fe radiante de nuestros próceres y de nuestros héroes y así, no solo salvaréis sus almas, sino que de nuevo, como en La Victoria, salvaréis el porvenir de la Patria”.