La gran familia humana
Rafael María de Balbín:
“Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad” (BENEDICTO XVI. Enc. Caritas in veritate, n. 57). El aislamiento humano tiene mucho que ver con el rechazo del amor de Dios. Toda la humanidad se aliena cuando se entrega a pequeños intereses y a falsas utopías. El desarrollo de los pueblos, en el momento actual pide su reconocimiento como una sola familia, que consta de múltiples relaciones interpersonales. La criatura humana se realiza en las relaciones interpersonales: en su don a Dios y a las demás personas. Si bien la comunidad no absorbe la libre autonomía de las personas: cuenta con ella.
“El tema del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la justicia y de la paz” (Ibidem, n. 54). La verdad y el amor unen eficazmente a las personas y las impulsan a lograr bienes que sean comunes a todos. La Iglesia de Cristo ha sido constituida como instrumento de unión entre todos los hombres. No es suficiente con una cultura de trasfondo religioso que ofrezca al hombre simplemente el bienestar individual, o gratificaciones psicológicas, o las evasiones mágicas del ocultismo. También el relativismo y el fundamentalismo impiden el auténtico progreso humano, al impedir la mutua ayuda entre la fe y la razón.
Es perfectamente posible y deseable la colaboración fraterna entre creyentes y no creyentes en pro de la justicia y la paz de la humanidad, como una gran familia humana bajo la mirada del Creador. “Anhelo que en esta época que nos toca vivir, reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo mundial de hermandad (…)
Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (Papa FRANCISCO, Enc. Fratelli tutti, n 8)
El desarrollo globalizado requiere la práctica de la subsidiaridad: que favorezca la libertad y la iniciativa de las personas en los diversos ámbitos sociales, sin pretender una hegemonía autocrática y centralista de unas minorías. La subsidiaridad debe ir unida a la solidaridad social, opuesta a los individualismos egoístas. La subsidiaridad no es particularismo social, ni la solidaridad asistencialismo humillante. ¡Qué importante es tener esto en cuenta para las ayudas internacionales al desarrollo! Permitiendo que lleguen los productos de los países subdesarrollados a los mercados internacionales, propiciando el desarrollo no sólo económico sino también cultural y humano. Favoreciendo que cada país pueda ser fiel a sus sanas tradiciones culturales.
Hay un fundamento universal, que fundamenta el diálogo entre las personas y las colectividades: la ley moral natural, común a todos. Así la ayuda al desarrollo de los países pobres contribuye al aumento también del desarrollo para todos. El impulso, a nivel internacional de un mayor acceso a la educación, a la formación completa de las personas, contribuirá al bien de todos. Pero, “Para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza” (Ibidem, n. 61). El relativismo moral pondría en peligro la difusión universal de la educación. Es preciso orientar hacia el bien de las personas el turismo internacional, las migraciones de trabajadores, la ocupación laboral y el salario justo y familiar, la seguridad social. Ya S. Juan Pablo II (1-V-2.000) hacía un llamamiento para “una coalición mundial a favor del trabajo decente”. Las organizaciones sindicales de los trabajadores tienen una grande y amplia misión que cumplir.
Por su parte, las finanzas internacionales deben renovarse en sus estructuras y modos, a favor del verdadero desarrollo humano de los más débiles, sin escandalosas especulaciones. Los problemas que pone de manifiesto la globalización reclaman la efectividad de una auténtica autoridad a nivel mundial, ya esbozada en su día por el Papa S. Juan XXIII, que promueva el bien común planetario, siguiendo los principios de la subsidiaridad y de la solidaridad, que no sea un simple equilibrio entre los más fuertes. Que procure un orden comunitario conforme al orden moral, que alcance todas las dimensiones de la vida social, política, económica y civil.-