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Curar los Ojos del Corazón

Robert Royal, editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington, D.C:

En la primavera del 430 d.C., los vándalos, una horda germánica de decenas de miles, comenzaron un asedio de Hippo Regius, una ciudad próspera e importante en la costa del norte de África (la actual Annaba en Argelia). Hoy, eso podría parecer un episodio olvidado dentro de los movimientos de varios pueblos “bárbaros” en los últimos días del Imperio Romano (que “cayó” apenas cincuenta años después), si no fuera por el hecho de que el obispo de la ciudad en ese momento era el gran San Agustín.

Agustín tenía entonces 75 años y murió a los pocos meses; sin duda, en parte, por el estrés producido por el asedio. Posteriormente, los vándalos saquearon la ciudad, pero dejaron en pie la catedral y la biblioteca de Agustín. Aún así, destruyeron casi todo lo que él había trabajado para construir, como obispo, durante más de tres décadas.

Como residente, desde hace ahora mucho tiempo, del área de Washington D.C., a menudo pienso en este relato, cuando veo diversas fuerzas que amenazan a la Iglesia y a la nación. Hasta ahora, hay suficiente resistencia como para que todavía haya esperanza. Pero a veces la historia sugiere algunas lecciones duras; lo cual es solo una de las muchas razones por las que, en nuestro momento, todavía vale la pena leer y reflexionar sobre la vida de San Agustín.

Sus Confesiones son, probablemente, la primera autobiografía del Occidente Latino. Pero no son un mero catálogo de la vida de una persona. Son un relato apasionado de una lucha emocional con los primeros pecados y errores; luego, el brillante ascenso de Agustín, a través de sus estudios en Cartago y Roma; y, finalmente, su entrada en el círculo alrededor del gran arzobispo de Milán, San Ambrosio, que llevó a la conversión de Agustín —el meollo del relato— y su impacto masivo en la Iglesia y en todo el Mundo Occidental.

A menudo vemos los problemas de hoy como una amenaza única para nuestras tradiciones religiosas y cívicas; y, de muchas formas, lo son. Pero también Agustín enfrentó cristianos descarriados y política problemática.

Los Vándalos Arrianos (como muchos “cristianos” de hoy), creían que Jesús no era una Persona de la Santísima Trinidad, sino solo un gran hombre que se había vuelto “divino” en cierto sentido, debido a lo que hizo y sufrió.

Cuando joven, el propio Agustín había sido por corto tiempo maniqueo; una herejía que postulaba una lucha cósmica entre un Dios bueno y uno maligno.

Como obispo, luchó con los donatistas, una secta estricta que (un poco comprensiblemente) se originó en una controversia sobre los católicos que habían apostatado bajo la presión de la persecución del emperador Diocleciano. Los donatistas no creían que los pecados de los apóstatas pudieran ser perdonados, o que estos pudieran ser readmitidos en el redil.

Y luego, ahí estaban los pelagianos. Varios eruditos modernos afirman que Agustín los malinterpretó; pero en algunos sectores se pensaba que Pelagio, un monje británico, enseñaba que podíamos salvarnos simplemente por nuestros propios poderes; simplemente, siguiendo la ley moral. Agustín, el gran Doctor de la Gracia (Doctor gratiae), no podía permitir que un optimismo tan superficial llevara a la gente por mal camino. Produjo una gran cantidad de material refutando herejías y explicando la verdadera religión, para «curar los ojos del corazón».

Pero la confusión dentro de la Iglesia era solo la mitad del asunto. La Antigüedad Romana Tardía, que tenía varias similitudes con nuestra época inestable, experimentó diversas conmociones públicas. El cristianismo había sido tolerado en el imperio desde la época de Constantino, a principios del siglo IV. Pero, bajo Julián «el Apóstata», la persecución regresó en los años 360. Y, cuando Roma fue saqueada por los visigodos en 410, algunos romanos aún paganos recurrieron a viejas calumnias, y culparon al cristianismo —con sus actitudes no marciales y su rechazo de los dioses tradicionales de Roma— por el desastre. Agustín reaccionó a este evento escribiendo su obra masiva e influyente, La ciudad de Dios, que no terminó, sino dieciséis años después, en el 426. Presentaba una visión de lo sagrado y lo secular, que tuvo inmensas consecuencias para toda la Historia occidental subsecuente.

Agustín trazó una distinción que había sido rara en el mundo antiguo. Los gobernantes  —incluidos los emperadores romanos— eran generalmente considerados “divinidades” de algún tipo. Jesús ha hablado de entregar al César lo que era del César y a Dios lo que era de Dios. Ese no fue el único reconocimiento de un poder superior al de los gobernantes seculares en el mundo antiguo, pero fue el único que estableció distinciones tan claras —y tenía verdadera autoridad.

Agustín identificó dos ciudades: La Ciudad de Dios, centrada en la voluntad divina, y el Bien que pretendía para el mundo; y la Ciudad del Hombre, centrada en la voluntad humana y, por tanto, limitada en su enfoque mundano y egocéntrico. Roma no había sido saqueada, dijo Agustín, porque se estaba volviendo lentamente hacia la adoración del Dios verdadero. Roma estaba cayendo, en parte, porque sus muchas virtudes reales habían sido puestas al servicio del vicio del egoísmo colectivo. Y su decadencia y vulnerabilidad eran los subproductos inevitables de ese giro hacia sí misma.

De paso, Agustín derriba las creencias politeístas. Es difícil ver cómo podría nadie aferrarse a los dioses paganos, después de leer los primeros diez libros de la Ciudad de Dios. En ese momento, las pasiones juveniles de Agustín se canalizaron hacia un terreno fértil. Es un virtuoso puro, persiguiendo varias creencias paganas hasta que no queda nada en pie. Con el terreno despejado, puede comenzar a trazar una visión positiva de la verdadera virtud y el comportamiento cívico, y una auténtica vida espiritual en la tierra.

Y Agustín también deja un amplio espacio para las misteriosas formas en las que Dios obra en la historia; incluso, a través de lo que, humanamente hablando, pueden parecer desastres inmerecidos.

A pesar de los diferentes nombres y jugadores, es evidente que algunas cosas nunca cambian en nuestra Iglesia y nuestro mundo demasiado humanos. Nunca existe una solución definitiva para los desafíos de la vida en este mundo, y hay períodos en los que todo parece plagado de dudas. Es por eso que, a lo largo de los siglos, las personas —cristianas y no cristianas— se han dirigido a Agustín en busca de iluminación; tal y como necesitamos hacerlo hoy, de nuevo.

Tomado/traducido por Jorge Pardo Febres-Cordero, de:

https://www.thecatholicthing.org/2021/12/06/to-heal-the-eyes-of-the-heart/?utm_source=The+Catholic+Thing+Daily&utm_campaign=76b0535577-EMAIL_CAMPAIGN_2018_12_07_01_02_COPY_01&utm_medium=email&utm_term=0_769a14e16a-76b0535577-244037001

LUNES 6 DE DICIEMBRE DE 2021ojos del corazon

Sobre el Autor

Robert Royal es editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith & Reason Institute en Washington, D.C. Sus libros más recientes son Columbus and the Crisis of the West y A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century.

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