La generación de los narcisistas
Francisco Suniaga:
En Venezuela ha habido una sola generación política, la de 1928. Hasta una foto, uniformados “de azules boinas”, tienen. Detrás de esa gráfica incluso todo el romanticismo de la época, en el nombre de Armando Zuloaga Blanco. De ella emergieron aquellos señores respetables que, desde la presidencia de la República y otras posiciones institucionales de suma importancia, fundaron y construyeron desde sus cimientos la democracia en una nación que no sabía con qué se comía eso. Eran las mentes más brillantes y preparadas de su tiempo y, desde los distintos ángulos de sus ideologías, profesiones y oficios, se enfocaron en un solo objetivo: derrocar a Juan Vicente Gómez, y al gomecismo, e instaurar la democracia. Lo intentaron de múltiples maneras y se equivocaron mucho. El primer éxito fue en 1945 y, por el sectarismo de unos y la intolerancia de otros, vino el golpe militar de 1948. Diez años después, con la lección aprendida y Pacto de Puntofijo de por medio, materializaron su proyecto y el resultado fue un sistema democrático estable de cuarenta años.
Después de esa generación se ha hablado de la existencia de varias, pero a diferencia de la del ‘28, las demás no se han medido en términos cronológicos, sino por adjetivos: la generación de carbón, por ejemplo. La que se quemó combatiendo a Marcos Pérez Jiménez en la política equivocada de la resistencia armada. La fracasada de la izquierda, que se fue detrás de Fidel Castro en la aventura de las guerrillas.
Se ha hablado de una generación del ‘58, pero nadie puede definirla con nombres y apellidos, y en cualquier caso no logró que alguno de sus representantes llegara a ocupar la Presidencia y renovar el proyecto. Fueron derrotados en la dura lucha por sobrevivir e imponerse, que está implícita en la actividad política, aun en democracias desarrolladas. Esa generación y otras se difuminaron a lo largo de los primeros veinticinco años de la experiencia democrática. Y entonces repitieron Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera, quienes cometieron el pecado de la megalomanía que Rómulo Betancourt no cometió. Eso habla mal de ellos, pero también de las generaciones más jóvenes que no fueron capaces de generar expectativas mayores que las de los expresidentes.
El caso es que apareció Hugo Chávez y entre otros blancos de la institucionalidad, se dedicó a pulverizar lo que quedaba del sistema político. En aquella Venezuela yermada surgió entonces una generación que despertó esperanzas. Unos muchachos educados en nuestras universidades y en otras del exterior llamados a ser el eje de una nueva democracia. Fundaron organizaciones que crecieron con gran rapidez, y se convirtieron en los dos grandes partidos para sustituir a AD y COPEI, en los arietes necesarios para hacer oposición al régimen dictatorial Chávez-Maduro. Tuvieron, como los de 1928 incluso su baño de romanticismo, porque la dictadura los encarceló y persiguió, e incluso asesinó a algunos de sus miembros.
En diciembre de 2015 tuvieron un triunfo tan inesperado como espectacular sobre el chavismo. Y entonces vino la debacle. Esa generación triunfadora fue víctima de una de las enfermedades más graves porque es del alma: el narcisismo. Definido por el «Libro de Salud Familiar de la Clínica Mayo» como: Trastorno de la personalidad en el cual las personas tienen un sentido desmesurado de su propia importancia, una necesidad profunda de atención excesiva y admiración, relaciones conflictivas y una carencia de empatía por los demás. En el caso in comento, las dos últimas características han sido las más persistentes y dañinas. De allí la conclusión a la que han arribado muchísimos venezolanos: en sus peleas (conflictividad) por el liderazgo de la oposición, se olvidaron de lo principal, de lo que desean millones de venezolanos: combatir a la dictadura, abrir cauces de participación a la sociedad, promover liderazgos nuevos y practicar la democracia en sus propias organizaciones. Y lo peor a suponer que cualquier minuto de sus existencias es más importante que las vidas de millones de ciudadanos.
El caso que ejemplifica y permite no tener dudas sobre el diagnóstico fue protagonizado recientemente por el líder de Primero Justicia, Julio Borges. El 21 de noviembre, Freddy Superlano, derrotó a la dictadura de Superbigote en el estado natal del Eterno. Vino entonces la confabulación del TSJ, del CNE y del PSUV para darle un golpe a la voluntad soberana del pueblo barinés. Todo el país democrático entendió que el 09 de enero, fecha de las nuevas elecciones, había la oportunidad de derrotar de nuevo a la dictadura y se amalgamó para confrontarla. Hasta Juan Guaidó que llamaba a la abstención hace apenas unos días, arrimó el hombro. Quizá por eso, porque la pelea es de a dos, Julio Borges apareció el lunes marcando un autogol contra el equipo: Renunció al gobierno interino, llamó a su desintegración (lo acusa de corrupto), y llamó a constituir una nueva alianza que sustituya a la que (forjada por la propia gente) había derrotado en Barinas a la dictadura, nada más y nada menos.
Pues no, señor Borges, eso que usted propuso, con todo y que es importante y debe revisarse (incluso con un añadido imprescindible: el de la renovación de un liderazgo que tiene 20 años sin rendir cuentas ni legitimarse y la democratización de los partidos), tendrá que esperar. Los verdaderos demócratas de este país no están mirándose en el espejo, ni ejerciendo sus rencores, están ocupados confrontando a la dictadura de Maduro en Barinas, a ver si con la ayuda de todos vuelven a derrocarla y dejarla en ridículo. Apártense ustedes en ese espejo en el que están atrapados y tengan todos un poco de empatía con los venezolanos que tanto esperaron (y esperan) de ustedes.-