Lecturas recomendadas

Las lecciones indispensables del Holocausto

 César Vidal:

Corría la tarde del 26 de enero de 1945, cuando las tropas soviéticas llegaron al campo de concentración de Auchswitz. Aunque durante el año anterior las fuerzas del Ejército rojo habían liberado otros campos pertenecientes al régimen nazi, lo que allí encontraron superaba con mucho lo contemplado hasta la fecha. Hasta la 1 de la madrugada de aquel día, las SS se habían esforzado por borrar las huellas de los horrores acontecidos en Auchswitz, pero la cercanía del enemigo había impedido que lo consiguieran de manera total. De los treinta y cinco almacenes del campo aún seis quedaban en pie. En su interior, se hallaban 368.820 trajes de hombre, 836.255 de mujer y una cantidad inmensa de ropa infantil. Así mismo había almacenadas siete toneladas de cabello humano procedente de los reclusos que las SS no habían tenido tiempo de aprovechar. Mientras los soldados soviéticos iban recorriendo aquel lugar en medio del estupor más profundo, descubrieron centenares de cadáveres que yacían sin enterrar. Los supervivientes, en su inmensa mayoría esqueletos con la piel sobre los huesos, apenas llegaban a los siete mil. Auchswitz no era el Holocausto, pero sí acabaría, no del todo con razón, convirtiéndose en su símbolo máximo.

El 1 de noviembre de 2005, la Asamblea general de las Naciones Unidas adoptó la resolución 607 que convirtió el 27 de enero en el Día internacional de conmemoración en memoria de las víctimas del Holocausto, una celebración que ha sido incorporada por algunos gobiernos nacionales.
A más de siete décadas de distancia, el estudio del Holocausto nos ha permitido reconstruir su desarrollo desde los primeros textos antisemitas redactados por Hitler en 1918 y los antecedentes de su pensamiento hasta el final de la segunda guerra mundial.

Conocemos cómo, nada más llegar al poder Hitler era considerado un paria de la política que apenas duraría en el poder. Sin embargo, el Vaticano firmó ese mismo año de 1933 un concordato con él que le proporcionó respetabilidad internacional. Por enésima vez, el agua bendita papal recaía sobre el mal. Por cierto, tras el Vaticano, como primer firmante de un pacto con Hitler, irían otros estados en los años siguientes y, de forma reveladora, el último en hacerlo sería la Unión soviética.

También sabemos cómo el nazismo impuso un pasaporte ario en el mismo año 1933 que no permitía entrar en restaurantes, teatros y otros lugares públicos a los que no contaban con el citado documento. A partir de entonces, la sociedad alemana se dividió en los que contaban con el pasaporte y aquellos que no lo tenían y eran condenados a convertirse en parias, especialmente, los judíos.

También sabemos cómo en 1935 las leyes de Nüremberg, tomadas fundamentalmente de la legislación católica medieval, como supo ver agudamente Raul Hillberg, convirtieron a los judíos en seres de segunda a los que se atacaba ya libremente en los medios de comunicación de manera global e indiscriminada.

También sabemos cómo, tras cinco años de no permitirles entrar en teatros o restaurantes por no tener el pasaporte ario, en 1938, los judíos fueron expulsados de la vida pública, académica, artística y mercantil y se dieron pasos para que abandonaran el territorio del Reich, una labor en la que los nazis incluso llegaron a pactar con los sionistas ya instalados en Palestina a fin de que hacia allí marcharan los judíos alemanes.

También sabemos cómo en 1940, la producción nazi Der Ewige Jude (El judío eterno) comparó a los judíos con las ratas facilitando así la idea del exterminio.

También sabemos cómo desde 1939 hasta 1941 fue preocupación acentuada para los dirigentes nacional-socialistas alemanes el conseguir que los judíos murieran a mayor velocidad y en mayores cantidades pasando para ello de la reclusión en los ghettos – otro legado del antisemitismo católico medieval – a los fusilamientos en masa y, finalmente, al uso del gas, métodos ambos ya utilizados previa y profusamente por los bolcheviques.

También sabemos cómo la responsabilidad del Holocausto no recae exclusivamente sobre Alemania. De hecho, hubo colaboradores entusiastas de los nacional-socialistas alemanes en Ucrania, Hungría, la Francia de Vichy, Polonia o Austria. A decir verdad, en realidad, los protagonistas de la Solución final fueron en mayor proporción austriacos que alemanes.

También sabemos que en las naciones donde la población civil no se inhibió sino que obstaculizó las deportaciones de judíos, éstas resultaron extremadamente difíciles como fue el caso de la protestante Dinamarca que consiguió salvar a más del noventa por ciento de sus judíos. Por el contrario, en aquellos lugares donde un sector de la población – como sucedió en Ucrania o Polonia – colaboró con los nazis las muertes de judíos aumentaron de manera extraordinaria.

También sabemos incluso que para los aliados el destino de los judíos fue un objetivo secundario. Es cierto que, por ejemplo, tuvieron lugar canjes de reclusos judíos por camiones, pero no lo es menos que si Roosevelt, siguiendo el consejo de Churchill, hubiera bombardeado las líneas férreas que conducían a Auchswitz decenas de miles de judíos y de gentiles hubieran podido salvar la vida.

Finalmente, también sabemos que a setenta y siete años vista lo más importante no son todos estos datos – con los que, lamentablemente, no podemos revertir la Historia – sino las lecciones que podemos y debemos aprender del Holocausto para nuestro presente y nuestro futuro.

La primera lección es que el totalitarismo puede llegar al poder aprovechando las urnas. Así lo hizo Hitler como anteriormente lo había hecho Mussolini. Igualmente, podrían señalarse otros ejemplos más cercanos en la geografía y en el tiempo. Sin embargo, un gobierno que no respeta la legalidad y que incluso aprovecha las libertades democráticas para imponer el despotismo no es un gobierno democrático, sino un enemigo de la libertad por más que se envuelva en los cantos al progreso. Insistamos en ello: se suele recordar a Hitler, pero su caso no es el único ni, a día de hoy, el más relevante. Donde la libertad, la propiedad, la cultura no están a salvo ni pueden desarrollarse sin obstáculos ni censura; donde un gobierno puede arrancar sus bienes a los ciudadanos; donde el poder ejecutivo puede pisotear impunemente la constitución nos hallamos en una sociedad que ya ha dado los primeros pasos hacia el drama.

La segunda lección es que la persecución de los inocentes siempre va precedida de su denigración pública. Cuando los nacional-socialistas alemanes crearon el pasaporte ario que no permitía a los judíos entrar en cafeterías, restaurantes o teatros; cuando asemejaron a los judíos a ratas y cucarachas; cuando comenzaron a descargar su ira sobre los humoristas; cuando decretaron el boicot económico contra los judíos; cuando cerraron medios de comunicación, muchos pensaron que no era tan grave porque, previamente, la propaganda nacional-socialista había reblandecido su capacidad de crítica. No era tan difícil hacerlo además porque algunos judíos habían tenido un papel muy relevante en las revoluciones comunistas de Rusia, primero, y de Alemania y Hungría después. Era innegable también el papel más que destacado de los judíos en la Komintern y en el aparato represivo soviético. Sin embargo, al identificar a una parte con el todo se produjo el triste – y más que peligroso – fenómeno que agudamente resumió un judío ruso al decir que lo que hizo el judío Trotsky, lo iba a acabar pagando el judío Mermelstein. En otras palabras, la culpa de las atrocidades cometidas por algunos se arrojaron sobre millones que nada tenían que ver con ellas. Así al final, la tragedia aniquiló a millones de inocentes.

La satanización de los judíos manifestada en la imposición de nombres injuriosos, en su exclusión de lugares públicos por no tener el pasaporte ario, en su representación como animales repugnantes del tipo de la rata, de la cucaracha o del piojo, en el desprecio acentuado, en la negación de cualquier posible rasgo humano, en su asimilación con los peores miedos de la sociedad fueron tan sólo el inicio de un camino que acabó desembocando en las leyes discriminatorias, primero, y en la reclusión de los ghettos y las matanzas en masa, después.

La tercera lección es que el doble lenguaje de los totalitarismos no debe ser pasado por alto sino advertido. Como supo señalar magníficamente el George Orwell que aprendió el horror del comunismo durante la guerra civil española, la guerra es presentada como la paz y la expansión como la contención. Por supuesto, los eufemismos se repitieron de manera que sobrecoge. La Solución final, por ejemplo, era sólo el término, si no hermoso al menos neutral, que ocultaba un conjunto de medidas que acabarían, en medio del horror más pavoroso, con la vida de millones de judíos europeos. No fueron los nazis los primeros y, a día de hoy, no dejamos de observar la existencia de instancias donde se afirma que se busca la paz mientras se desencadenan maniobras de desestabilización o acciones armadas directas o que prometen el bien del pueblo a la vez que hunden en la servidumbre y en la miseria o que hablan de armonía y reconciliación buscando destruir por completo al contrario. No saber captar esa duplicidad falaz del lenguaje constituye uno de los errores más costosos que se pueda imaginar.

La cuarta lección es que la única posibilidad de enfrentarse con el totalitarismo es la defensa firme y resuelta de la Verdad y de la libertad. El pacto con el totalitarismo ha podido tener un sentido en momentos muy excepcionales de la Historia – pactar con Stalin era, por ejemplo, indispensable para vencer a Hitler – pero la utilización de ese instrumento de acción de manera sistemática implica entrar en situaciones de extraordinario peligro cuyas consecuencias rara vez dejan de alcanzar el espanto. Los ejemplos recientes no son, por desgracia, escasos.

Que Estados Unidos apoyara a los talibán afganos contra la Unión soviética pudo parecer inteligente – algunos siguen jactándose de ello – pero semejante paso llevó directamente al 11-S y a los horrores actuales en Irak o Libia además de la bochornosa derrota en Afganistán.

Que Israel respaldara a Hamás con la idea de debilitar a la OLP pudo parecer una buena idea, pero el efecto de esa decisión sigue generando un sufrimiento brutal que ha recaído y recae sobre Israel y también sobre los palestinos.

Que aliados de Estados Unidos – según revelación del general Wesley Clark – crearan a ISIS como contrapeso de Hizballah pudo ser considerado una genialidad, pero ha tenido como efecto directo una oleada de barbarie que se ha cebado sobre las poblaciones de Iraq y Siria, en general, y sobre las cristianas en particular.

Que se hayan creado pasaportes públicos para impedir la entrada de sectores de la población en determinados lugares implica copiar de manera literal una de las manifestaciones primeras y más odiosas del nazismo.

Que se denomine ratas y cucarachas a determinados sectores sociales y se abogue por exterminarlos deja de manifiesto que se tiene el alma del nazi aunque la ideología que se diga representar sea diametralmente opuesta.

No todos los medios son moralmente lícitos, pero, por añadidura, tampoco acaban resultando prácticos y no pocas veces tienen derivadas perversas. El jugueteo con el totalitarismo acaba provocando antes o después baños de sangre porque Maquiavelo sólo hubo uno y, dicho sea de paso, eso no lo salvó en su día de ser detenido y torturado.

La quinta y última lección es que el mal triunfa principalmente no porque haya gente como Hitler dando órdenes en la cúspide sino porque hay gente de a pie, ordinaria, normal que la obedece. Cuando Eichmann, responsable de la deportación de millones de judíos hacia la muerte, fue juzgado en Jerusalén se escudó en el argumento de que cumplía órdenes. Es lo mismo que ahora dicen médicos, enfermeras, empleados de banca, funcionarios o simples transeúntes pasivos ante el mal para justificar la comisión de actos profundamente dañinos e inmorales. Cuando un ser humano en lugar de guiarse por la decencia y la integridad apela al “cumplo órdenes” abriga en lo más profundo de su ser un nazi que quizá no emerja nunca o que quizá esté dispuesto a negar cuidados médicos a sus semejantes, a excluirlos de lugares públicos o a expoliarlos por cuenta del estado. Ni Hitler ni Stalin ni Mao ni Castro ni Pol Pot ni tantos otros hubieran podido mantenerse un solo día en el poder sin legiones de gente “normal” que se limitó a obedecer órdenes. Mientras no comprendamos esta verdad trascendental, siempre será posible la repetición del Holocausto porque siempre habrá gente que ejecutará las peores atrocidades alegando que sólo obedece órdenes.

A setenta y siete años de distancia, el recuerdo del Holocausto debe ponernos en guardia contra aquellos movimientos políticos que convierten a sectores enteros de la población en responsables de todos los males del mundo.

Debe también advertirnos contra los que pretenden aislar a segmentos enteros de la sociedad apelando a motivos de sanidad literal o política.

También debe recordarnos que una victoria en las urnas no es un cheque en blanco para destruir un sistema constitucional, que aquellos que empiezan atacando a humoristas o silenciando medios de comunicación o proscribiendo a escritores, más tarde o más temprano, quemarán libros y llenarán las cárceles de disidentes, y que los que construyen barreras que separan a la gente utilizando mitos nacionalistas, históricos, religiosos o raciales constituyen un peligro contra la libertad cuyas consecuencias – como sucedió en el caso del nacional-socialismo alemán – quizá no podemos ni imaginar.

Y, por encima de todo, debe ponernos en guardia contra aquellos que frente a la maldad no sólo no oponen resistencia sino que la respaldan alegando que se limitan a cumplir órdenes.

El libro que los judíos llaman Bereshít y que los cristianos denominamos Génesis narra los reproches que Dios dirigió a Caín porque la sangre de su hermano Abel, derramada sobre la tierra, clamaba en su contra. Caín respondió a las acusaciones del Altísimo diciéndole que no era el guardián de su hermano. Hoy, deberíamos responder de manera exactamente inversa a cómo lo hizo Caín. SÍ somos guardianes de la vida, la integridad y la libertad de nuestros semejantes y como tal debemos de comportarnos si no deseamos que su sangre inocente clame ante Dios en contra nuestra.

«Las opiniones aquí publicadas son responsabilidad absoluta de su autor».

* César Vidal es autor de la primera Historia del Holocausto escrita en español – El Holocausto, Madrid, 1995 – así como de media docena de obras más relacionadas con el tema siendo la última La escalera de Jacob, Sevilla, 2017.

Interamerican Institute for Democracy

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