Opinión

¿A dónde fue el centro en Colombia?

En Colombia, las elecciones del pasado 19 de junio afianzaron los extremos del espectro político. Pero el centro colombiano, hoy provisionalmente disperso, podrá sostenerse y crecer

Ibsen Martínez:

Un tópico académico que llegó a hacerse periodístico hacia fines del siglo pasado contaba entre las singularidades de Colombia el ser “inmune a los populismos”.

Fue tan prolongada la bicéfala hegemonía de liberales y conservadores, que parecía bastar un vistazo a la lista de quiénes fueron presidentes del país desde, digamos, mediados del siglo XIX hasta comienzos del XXI, para persuadirse de que el país era una rara avis.

Señalar en la conversación a Jorge Eliécer Gaitán como precursor populista, como arquetipo del agitador mestizo que, admirador de Mussolini, hechizó multitudes con su vargasviliana oratoria, conduce a que alguien nos agüe la fiesta observando que el movimiento de Gaitán fue un desprendimiento liberal, muy idiosincrásico sí, pero liberal. Clarificar en Colombia qué se quiere decir con “liberal” le puede costar otros cinco pesos, doctor.

Algo parecido ocurre cuando se habla del “centro” como lugar geométrico de quienes promovemos la democracia liberal. Sus correlatos deberían ser todo lo que se desprende del Estado de derecho y una concepción racional, no salvaje, del capitalismo.

A simple vista se advierte que el centro tiene por delante grandes tareas en Colombia, país donde la igualdad ante la ley sigue siendo simbólica y donde grandes extensiones territoriales están, según el bogotano eufemismo, “bajo formas diferentes a las constitucionales”, queriendo decir “grupos armados”. El desmesurado presidencialismo y la exigua separación de poderes han condicionado muchísimas tímidas reformas.

Es Colombia, además, una nación donde las economías criminales e informales, tanto como la corrupción, pesan muchísimo más que la modesta creación de riqueza propia de un capitalismo criollo, vástago de la clase media agrícola que surgió en la segunda mitad del siglo XIX y que, aunque resulte increíble, no es hoy un pez loro de los grandes monopolios. Sobrevive y procura “jugar limpio”.

Los resultados de la última elección presidencial son en este momento juzgados como expresión de la pugna entre dos populismos, uno de izquierda y otro de derecha.

La distinción que en todas partes se hace hoy entre ambos populismos no ha sido muy fecunda: no va más allá de sugerir, sin demostrar de modo fehaciente, que uno, considerado de izquierda, es más filantrópico que el otro, tenido por más autoritario.

Gustavo Petro ha ganado la segunda vuelta con poco más del 50% de la votación. Su ventaja sobre el candidato que aglutinó el multisápido voto adverso, el ingeniero Rodolfo Hernández, fue de solo 3%. Ello autoriza a decir que Petro se dispone a gobernar un país dividido.

Hace apenas dos años, un estudio conducido en toda Colombia por Cifras y Conceptos, encuestadora muy respetada, arrojaba que el 53% de una muy ponderada muestra adulta se identificaba con “el centro”.

No hay duda de que, el 19 de junio pasado, las apabullantes lógicas del balotaje y del llamado voto útil llevaron a candidatos y votantes del centro a afianzar los extremos. Ello no debería oscurecer el hecho singular de que, a partir de las elecciones de 2018, comenzó a emerger en Colombia una clara vocación centrista que ha ido cobrando forma programática cada vez más definida.

Este surgimiento ha sido, junto con la consolidación de la opción electoral de la izquierda, consecuencia virtuosa de la firma de los acuerdos de paz de La Habana en 2016.

Alejandro Gaviria y Sergio Fajardo, las más caracterizadas voces del centro, ofrecieron plataformas programáticas que se traslapan entre sí hasta hacerse casi indistinguibles, ambas regidas primordialmente por la moderación, entendida esta no solo como “buenos modales”. Pese al fragor de la reñida campaña que acaba de terminar, es notorio que la moderación del centro ha ganado terreno en el aprecio público.

¿Qué entiende mi comentario por “moderación”? Para explicarme, me serviré de la definición que ofrece un pensador colombiano cuya obra estimo sobremanera: el filósofo y politólogo antioqueño Jorge Giraldo.

Giraldo distingue dos expresiones de la moderación. Una de ellas es “la evitación del maximalismo programático, de la falsa promesa de grandes soluciones inmediatas”. La otra es el pragmatismo, entendido como el apartamiento de soluciones prefabricadas y fórmulas universales, como la adopción de las medidas que funcionan, así no estén acordes con una doctrina o teoría.

Alejandro Gaviria y Sergio Fajardo son, cada quien en su propio registro tonal, dos reformadores exitosos que acumulan muchos años de experiencia en el servicio público.

Fajardo, matemático de formación, fue ya exitoso alcalde de Medellín y es un respetado innovador de la educación universitaria. Gaviria, ingeniero civil y economista, ocupó muy atinadamente la cartera de Salud en el segundo gobierno de Juan Manuel Santos. Es un ensayista liberal muy leído por los jóvenes.

Derrotado en la primera vuelta, Fajardo ofreció a Hernández su programa de reformas y nombres irreprochables para un gabinete económico y social. Fue desconsideradamente rechazado con intemperante grosería. Negado a conciliar con Petro, Fajardo promovió el voto en blanco en la segunda vuelta.

Gaviria, por su parte, estimó en Petro, y así lo hizo público, su declarada disposición constitucionalista, y coincidió en lo esencial con su propuesta de reforma tributaria y del sistema de pensiones. Votó por él y ha aceptado dialogar con el nuevo presidente y echar adelante un acuerdo nacional para la gobernabilidad.

En su “decálogo del reformista escéptico”, un hermoso y breve ensayo publicado en 2016, Gaviria escribió que el reformador es casi siempre una figura trágica. “Su respetabilidad (ética) viene de su insistencia en hacer lo que toca en contra de las fuerzas (mayoritarias) de la insensatez, el oportunismo y la indiferencia”.

Con figuras como Fajardo y Gaviria, el centro colombiano, hoy provisionalmente disperso, no solo podrá sostenerse y crecer; de eso estoy seguro. Tiene aún muchísimo que dar a Colombia, quizá más pronto de lo que hoy pensamos.

 Bogotá, junio de 2022

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