Lecturas recomendadas

¿Hijos o esclavos?

Rafael María de Balbín:

 

Es legítimo el temor a poder pecar, a la separación de Dios, a la condenación o fracaso definitivo, posibilidad siempre abierta para el caminante que todavía no ha llegado a la meta. Hay un temor a la culpa (temor filial) y un temor a la pena (temor servil). Éste último, aunque imperfecto, no es malo.

La salvación o la condenación no son juegos de niños, sino posibilidades reales para el hombre que está en camino. El temor a la condenación eterna tiene su contrapartida en la esperanza de la felicidad eterna, que es camino de amor a Dios y al prójimo por Él. Para los amigos de Dios el temor no es servil sino filial. Excluye el voluntario apartarse de Dios, mientras somos caminantes. El temor filial es uno de los dones del Espíritu Santo, y por eso es principio de la sabiduría. La angustia vital humana ante la incertidumbre del resultado debe ser perfeccionada por el temor filial. El mero temor servil tiene poca fuerza, acompaña al pecado y no da el salto hacia el amor. Hace falta la virtud teologal de la esperanza, que se corresponde con el temor filial de Dios.

El temor servil busca a Dios, pero de un modo egoísta, no por Él mismo sino por mi propia plenitud o felicidad. En cambio el temor filial apoya a la esperanza, tiene en cuenta que el caminante no ha alcanzado todavía la meta, pero puede alcanzarla con la ayuda de Dios: no anticipa indebidamente la plenitud (presunción). “Esperan en el Señor los que le temen” ( Salmo 113, 11).

Aprender a amar. Es el principal aprendizaje que tenemos que realizar en esta vida, y no es tan fácil como pudiera parecer, ya que el egoísmo tiene profundas raíces en cada uno de nosotros. Me refiero a un amor verdadero: no teórico ni tampoco reducido por afanes utilitarios o hedonistas. Un amor que sea un trasunto del amor con que Dios nos ama y nos regala la vida, y todos los demás bienes.

“El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado” (Papa FRANCISCO. Exhort. Apost. Evangelii gaudium, n. 2).

La venida de Jesucristo al mundo es manifestación patente del amor que Dios nos tiene: Tanto amó Dios al mundo, que nos dio a su propio  Hijo. Es la culminación de la Antigua Alianza de Dios con el pueblo de Israel: hay una Nueva Alianza que surge de la Redención. Y si bien es verdad que los hombres hemos traicionado y continuamos traicionando la Alianza con Dios, Él no nos rechaza ni nos abandona. La fidelidad de su amor no es una contrapartida de la nuestra.

Si la fidelidad de Dios a su alianza con nosotros se apoyara en nuestra correspondencia humana, habría razones para desesperar. San Juan Pablo II lo ha expresado bella y certeramente: “Dios es fiel a sí mismo, fiel a su amor al hombre y al mundo” (SAN JUAN PABLO II. Enc. Redemptor hominis, n. 9). Y, compadecido de la humanidad, busca remedio a nuestros males, la raíz de los cuales es el pecado. “Tal revelación del amor y de la misericordia tiene en la historia del hombre una forma y un nombre: se llama Jesucristo”  (Idem).

Es una lección bien clara, que importa mucho aprender para evitar el vacío existencial. “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Idem, n. 10).

Podemos descubrir ahí la profunda dimensión humana del misterio de la Encarnación y Redención: Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre. Viene a la tierra para que el hombre no muera sino que tenga la vida eterna. El sentido de la vida se pierde por el pecado, al alejarse el hombre de quien es su Principio y su Fin. Sin su ayuda el caminar por este mundo resultaría  vano y estéril, sin esperanza.  Jesucristo ha venido a mostrarnos nuestra misión y ofrecernos su ayuda para culminarla.

En todo tiempo y lugar, y desde lo más profundo de su corazón el hombre ha buscado a Dios. Así lo atestigua la historia de las religiones. Pero no es una búsqueda que se limite al conocimiento y amor que el hombre pueda dar de sí. San Juan Pablo II expresó claramente cuál es la diferencia entre el cristianismo y las demás religiones, pues mientras que todas ellas son una búsqueda de Dios por parte del hombre, en el cristianismo es Dios quien busca al hombre, pues comienza con la Encarnación del Hijo de Dios.-

(rbalbin19@gmail.com)

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