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Sacramentos de la iniciación cristiana: La Eucaristía I

Nelson Martínez Rust:

 

Con el tratamiento de la Eucaristía llegamos a la plenitud del septenario sacramental. En efecto, Cristo, antes de partir a la casa del Padre prometió su presencia a la Iglesia hasta el final: “Y estad seguros que yo estaré con vosotros día tras día, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). ¿De qué presencia se trata? ¿Cómo se ha de entender este “estaré con vosotros día tras día”? Consideramos necesario explicitar el significado de esta presencia.

Estamos acostumbrados a “cronometrar” el tiempo. En otras palabras: a medir el tiempo, a entenderlo como la “medida del movimiento”. Ciertamente, de cierta manera el tiempo hace presente al movimiento al medirlo. Tanto es así, que se nos dificulta entenderlo o imaginarlo de otra manera. No obstante, existe una segunda presencia que se manifiesta también en el tiempo: Existe una presencia objetiva: cuando un “ser” se encuentra presente frente a nosotros en la realidad de una agradable conversación; existe una presencia afectiva: es aquella en la cual nuestros padres muertos se hacen presentes en el recuerdo agradecido; también existe una presencia espiritual: Cervantes se hace presente cuando leemos y gustamos la sabiduría contenida en “Don Quijote”; existe también una presencia biológica: cada generación es el resultado de la conjunción celular de la que le presidió…y así sucesivamente. ¿Cuál de estas presencias hay que atribuirle a Cristo en su Iglesia? Ninguna de ellas.

Estas realidades señaladas nos indican que el tempo sagrado, en el cual se sitúa la presencia de Cristo resucitado, es esencialmente distinto a la duración profana a la cual denominamos “tiempo”. Esta es irrelevante y opaca, mientras que el tiempo sagrado, por el contrario, está preñado de sentido, a tal punto que es capaz de transformar la duración profana en ocasiones y momentos favorables para la intervención poderosa y benéfica de Dios-Padre en la historia del hombre. Esta ocasión es llamada “liturgia”. La “liturgiaasume la realidad del tiempo profano transformándolo en un momento favorable de encuentro del creyente con la divinidad trascendente al proporcionarle la oportunidad de intercambiar con ella – orar –.

San Pablo nos brinda unos elementos para nuestra reflexión. El Apóstol al hablar de la participación de la resurrección del cristiano en la de Cristo mediante el bautismo, lo hace con un gran realismo en sus expresiones ((Rm 6,1-23). En efecto, se trata de una real necesidad de con”morir con Cristo para poder alcanzar un “con”resucitar con Cristo. No es una metáfora o un buen decir o una consolación nostálgica de un deseo por lograr nacido en el subconsciente del creyente. Pablo es claro: Nos habla de un verdadero morir nuestro en el morir de Cristo para poder alcanzar la verdadera vida que nos brinda Cristo con su resurrección. ¡Esa es nuestra fe! Para Pablo se trata de un verdadero morir y ser sepultado con Cristo, si queremos verdaderamente resucitar con Cristo a la “vida nueva” que Él prometió. De esta manera Pablo ilustra el significado del morir al pecado y del resucitar a una vida nueva: la vida de la gracia.

Con este mismo realismo San Pablo nos habla en su primera carta a los Corintios de la Eucaristía (1 Cor 11,17-34). Por consiguiente, es bajo este mismo realismo como debemos entender el escrito paulino.  Para el Apóstol no se trata de una simple y común comida: ¡NO! Se trata, por el contrario, de que por medio de “la cena del Señorel bautizado se está integrando a la realidad de Cristo de una manera profunda, real y sustancial que debe lograr en el creyente una verdadera transformación. No es una realidad mítica y de simple consolación, puesto que lo que come y bebe es la realidad del cuerpo y de la sangre de Cristo significado en el pan y el vino (vv 23-27). Tal es así que hay que examinarse bien antes de participar en el banquete de Cristo porque esta participación trae consecuencias trascendentales para el cristiano (v 27). Las otras comidas satisfacen el hambre material; mientras que “la cena del Señor” nutre el alma haciéndola crecer en santidad y justicia verdaderas (vv 20-22).

En la teología de los últimos años y mayormente en la nacida después del Concilio Vaticano II, se ha popularizado una expresión para designar esta realidad enseñada por Pablo: “memorial”. El estudio continuo e intenso de las fuentes en el campo de la exégesis, de la patrística y de la teología dogmática nos han enseñado a comprender y a valorar de nuevo el concepto de “memorial” en su sentido pleno. En efecto, “el memorial hace referencia a aquello que sucedió en un momento determinado del “tiempo profano”. Ahora bien, el hecho de hacer esta referencia mediante un ritual – liturgia -, no cambia ni altera la realidad recordada por el memorial. En otras palabras: no sufre menoscabo, sino que, por el contrario, lo recordado se expresa claramente y en su más grande realismo y significación. De esta manera al realizarse el memorial se transforma en una “memoria-real”, convirtiéndose en la representación exacta de lo que se conmemora, en la presencia real de lo que históricamente ha pasado y que aquí y ahora se nos comunica de modo eficaz”.

Cuando la comunidad de creyentes se reúne para celebrar la Eucaristía, no realiza un simple “recuerdo” sino que realiza el “memorial” de la Cena del Señor; hace presente – actual, para el cristiano de hoy – lo realizado en el Cenáculo la víspera de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús (Cf.: Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,14-20). La comunidad cristiana, al celebrar la Eucaristía, se hace preste en el Cenáculo y, junto con los Apóstoles, come y bebe el cuerpo y la sangre del Señor resucitado de manera sacramental, misterio de nuestra fe.

De esta manera, la Eucaristía, memorial de la Pascua del Señor, no solamente nos remite al pasado, a un acontecimiento que se ha cumplido en la historia anterior al recordar la pasión-muerte-resurrección-ascensión del Señor, sino que también se abre a una perspectiva futura: “hasta que Él vuelva”. En realidad, la resurrección de Cristo inaugura ya el nuevo mundo del futuro, y en su humanidad glorificada ha comenzado ya la transfiguración “del cielo nuevo y de la tierra nueva” (Ap 21,1). Por eso desde la primera generación cristiana, participar en la Eucaristía significaba recibir una “semilla de inmortalidad”, un “antídoto contra la muerte”, una prenda de la resurrección-transfiguración final.

 

Valencia. Abril 21; 2024

 

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