El Cónclave que viene: gracia, misterio y fe
Excelente y teológica reflexión publicada por la Diócesis de Santa Clara -Cuba-sobre el Cónclave

Alejandro Satorre Morales:
Con los cuidadosos ritos funerarios del Papa Francisco se cierra algo más que un pontificado. Se clausura un libro tejido de incomprensiones y aciertos, de sombras, críticas y destellos luminosos que marcaron una etapa singular en la historia reciente de la Iglesia. Hoy, mientras se honra el sobrio legado espiritual que dejó, la única certeza posible es la de la paz merecida para quien, entre luces y penumbras, sostuvo el timón de una barca milenaria en aguas agitadas.
Y es precisamente ahora, al quedar vacante la cátedra de Pedro, cuando se abre uno de los momentos más complejos y, a la vez, más incomprendidos en su verdadera naturaleza: el cónclave. No la escena cinematográfica ni la mitología mediática que lo reviste de intrigas y votaciones tensas, sino el acto solemne y silencioso cuyo propósito último es discernir, bajo la guía del Espíritu Santo, quién debe conducir a la Iglesia Católica en este tiempo incierto. Porque el próximo Papa no será un nombre añadido a una lista ni un rostro para un mosaico nobiliario. Será —y deberá ser— el referente moral y espiritual de la institución más antigua y extendida del mundo, pero también columna necesaria en una humanidad fracturada, polarizada y sedienta de liderazgos con alma.
En estos días proliferan listas de papabili, predicciones, especulaciones diplomáticas y análisis geopolíticos. Es natural, porque la mirada humana ansía anticipar lo que desconoce. Sin embargo, toda esa maquinaria informativa resulta estéril si se olvida que la elección papal no es un ejercicio electoral, sino un acto de fe. No se sostiene en alianzas de pasillo ni en aritméticas de bloques conservadores y progresistas, sino en la acción del Espíritu Santo, a quien la Iglesia reconoce como garante último de una decisión trascendente.
Si quisiéramos reducir el cónclave a un escenario político, no sería difícil adivinar las tensiones: un ala conservadora, decidida a blindar la tradición incluso al precio del dogmatismo; una ala progresista, ansiosa de acentuar misericordia y diálogo en un mundo que muta vertiginosamente; y una corriente moderada, empeñada en preservar equilibrios sin renunciar al Evangelio. Pero esta lectura, aunque funcional para los medios y comentaristas de turno, resulta pobre. Porque el cónclave —si permanece fiel a su razón de ser— no debería ser una pugna de sensibilidades humanas, sino una búsqueda del rostro de Cristo en un hombre de nuestro tiempo. No un estratega, ni un hábil diplomático ni un gestor de crisis, sino un santo. Así de simple. Y así de difícil.
Aquí se torna decisiva aquella promesa que inauguró el ministerio petrino: “Tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo ecclesiam meam” (Mt 16, 18). Pedro no recibió su nombre como honor, sino como carga; como roca destinada a sostener a una comunidad frágil y contradictoria. Y quien deba ocupar ese lugar no podrá olvidar que la barca de la Iglesia no es un transatlántico complaciente navegando sin destino, sino una nave en medio de tempestades morales, culturales y espirituales.
Al Vicario de Cristo se le exige, además, recordar aquel mandato que no admite negociación: “Vosotros, pues, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Y aunque la perfección divina no se agote en el hombre, quien asuma ese trono de humildad deberá ser, al menos, un reflejo vivo de la santidad posible, testimonio de una moral alta y de una vida evangélica sin dobleces. No importará entonces su origen, su lengua ni los titulares que le precedan. Lo esencial será su capacidad de ser Evangelio hecho carne, guía de una Iglesia herida y de un mundo fatigado de discursos y sediento de ejemplos.
Por eso afirmo que cualquier otra postura —aunque se proclame “de Iglesia”— no será sino una mudanza hacia la filantropía asistencialista o un humanismo complaciente, reducido a una visión común de derechos, a un impulso de acción compasiva y a una imagen ética y socialmente aceptable. Todo ello —por más loable que parezca— quedaría encapsulado en la búsqueda de una sociedad más justa y solidaria, pero despojada de su dimensión sobrenatural. Y ese desliz no sería menor: supone transponer lo divino a lo humano, rebajando las verdades eternas a consignas ideológicas, las doctrinas a argumentos circunstanciales y la fe a una vaga ética de consenso. En ese escenario, lo que se pierde no es solo la autoridad moral de un Papa, sino el sentido mismo de una Iglesia que aún se proclama “una, santa, católica y apostólica”.
En suma: el cónclave que viene no debe buscar nombres, sino discernir almas capaces de encarnar la hondura del Evangelio y la altura de la santidad. Porque solo desde esa condición —la de ser testimonio viviente y rostro visible de Cristo en la tierra— podrá quien resulte elegido sostener la cátedra de Pedro sin convertirla en un simple asiento de consensos ni en un observatorio ético para un mundo en crisis. Cuando la Iglesia olvida su vocación sobrenatural, acaba sustituyendo la Gracia por filosofía, el Misterio por discurso y la Fe por ideología. Y esa, en último término, será la elección más decisiva que este cónclave tendrá que afrontar.-
Oficina de Prensa del Obispado de Santa Clara
📸 Fumata blanca / Internet